miércoles, 3 de noviembre de 2010

Canciones futboleras: Garrincha (Alfredo Zitarrosa)

Lo lleva atado al pie, como una luna atada al flanco de un jinete,
lo juega sin saber que juega el sentimiento de una muchedumbre,
y le pega tan suave, tan corto, tan bello,
que el balón es palomo de comba en el vuelo,
y lo toca tan justo, tan leve, tan quedo,
que lo limpia de barro y lo cuelga del cielo,
¡y se estremece la gente, y lo ovaciona la gente!

La pasada semana, el 28 de octubre, hubiera cumplido 77 años el que dicen fue mejor regateador de todos los tiempos. Un extremo único, sumamente habilidoso, que hizo del engaño -qué otra cosa si no es un regate- un arte; un mago del balón, que lo escondía y lo mostraba ante la mirada atónita del defensor; un equilibrista sobre la cal de la banda. Así era Garrincha, una raza de jugador que hace tiempo se extinguió de los campos de juego. Todo ello a pesar de su precario físico, de su cuerpo malformado, con la columna vertebral torcida, pies zambos y una pierna varios centímetros más corta que otra.
Lo lleva unido al pie, como un equilibrista unido va a la muerte,
lo esconde –no se ve–, le infunde magia y vida y luego lo devuelve,
y se escapa, lo engaña, lo deja, lo quiere,
y el balón le persigue, le cela, le hiere,
y se juntan y danzan y grita la gente,
y se abrazan y ruedan por entre las redes,
¡y se estremece la gente, y lo ovaciona la gente!
Garrincha conoció el camino de ida y vuelta entre la miseria y la gloria. Creció entre favelas, en el seno de una familia humilde de Río de Janeiro y, a pesar de ser desahuciado para la práctica del deporte debido a su físico, tocó el cielo ganando los Mundiales de Suecia 58 y Chile 62. En éste último fue máximo goleador y nombrado mejor jugador del torneo. En Brasil fue apodado como la alegría del pueblo, por su fútbol vistoso que enardecía a las masas. Cuentan, sin embargo, que fuera del campo nunca fue una persona feliz. Quizás por esa razón buscaba consuelo en las interminables noches, las mujeres y el alcohol.
¿Quién se llevó de pronto la multitud?
¿Quién le robó de pronto la juventud?
¿Quién le quitó de un golpe el hechizo mágico del balón?
¿Quién le enredó en la sombra la pierna, el flanco y el corazón?
¿Quién le llenó su copa en la soledad?
¿Quién lo empujó de golpe a la realidad?
¿Quién lo volvió al suburbio penoso y turbio de la niñez?
¿Quién le gritó en la cara: –Usted no es nada, ya no es usted?
Formó una sociedad inigualable con Pelé en la selección brasileña, hasta el punto de que nunca perdieron un partido jugando juntos. Ambos geniales, diferentes pero complementarios. Uno era díscolo e imprevisible; el otro, metódico y ambicioso. Fuera del campo también eran así. Por eso Pelé nada ahora entre los dólares de la FIFA y Garrincha acabó muriendo en la miseria, enfermo y alcoholizado, en 1983, a la edad de 49 años.

El último balón lo para con el pecho y junto al pie lo duerme,
lo mira y sólo ve cenizas del amor que estremeció a la gente,
y lo pierde en la hierba, lo deja, lo olvida,
no lo quiere, le teme, no puede, no atina,
y se siente de nuevo enterrado en la vida,
y el balón se le escapa entre insultos y risas,
¡y se enfurece la gente, y le abuchea la gente!



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