martes, 26 de mayo de 2015

Cuarenta días para olvidar, un verano de incertidumbre y un final feliz


Hay veces en que unas semanas aciagas pueden acabar con todo, pueden sepultar meses de felicidad y tirar por tierra un prolongado idilio. ¿Quién no ha tenido unas semanas horribles en su vida, unos días en los que todo estuvo a punto de saltar por los aires para siempre? El Real Madrid de baloncesto los sufrió entre mayo y junio de 2014, y estuvo en un tris de no contarlo. Lo que sucedió en esos días en los que todo de pronto pareció irse a la mierda nunca lo sabremos con exactitud, por mucho que especulemos. Lo único que sabemos es que una historia de ensueño terminó en pesadilla.

Tampoco es fácil saber lo que pasó después, durante todo un verano en el que Laso, con contrato en vigor, parecía estar con un pie y medio fuera del banquillo blanco, después de que el club decidiera prescindir de Hugo López y Jota Cuspinera, sus dos ayudantes, sus dos hombres de confianza. El respaldo de Herreros (“No hay debate, Pablo Laso es el entrenador del Real Madrid y tiene contrato”) no convenció a nadie. Hasta que no vimos a Laso sentado en el banquillo madridista en la Supercopa, no terminamos de creérnoslo. Y aun así, durante la primera parte de la temporada, siempre estuvo en el alambre, con el nombre de Djordjevic sobrevolando el ambiente en cuanto cayeron varias derrotas seguidas

En realidad, Pablo Laso fue discutido desde el primer día, desde el mismo momento de su firma, cuando se montó una manifestación para protestar contra su fichaje. Pero se puso al mando del equipo y la cosa no fue del todo mal, aunque sus críticos no perdían oportunidad para censurar su labor. Lo acusaban de bisoño, de tener nula capacidad de reacción en el banquillo, le reprochaban su supuesta pobreza táctica, se mofaban de sus tiempos muertos porque en alguno se olvidaba del nombre de un jugador o porque llamaba a sus pupilos por sus apodos. ¿Qué entrenador serio llamaría a sus jugadores Chacho y Chimpa?

A pesar de las críticas, el equipo de Laso fue durante aquella primera temporada tomando forma y mostrando, al menos, una identidad, una personalidad definida, cosa que el Madrid de canastas llevaba mucho tiempo sin tener. En su primera temporada, Laso ganó la Copa del Rey, después de 19 años. En la segunda, consiguió la Liga ACB, después de seis años. El Madrid volvía a ser un equipo competitivo, después de demasiado tiempo. Y todo ello devolviendo la alegría a la afición y llenando las gradas del Palacio. Con sus errores, parecía que la apuesta por el entrenador vasco no había salido mal del todo.

Laso también consiguió, y no es asunto menor, recuperar a uno de los mayores talentos que ha dado el baloncesto español, un jugador que parecía extraviado para siempre. Sergio Rodríguez había realizado el viaje de ida y vuelta a la NBA con más pena que gloria y a su regreso a Europa, al Madrid de Messina, daba la impresión de haber perdido para siempre aquella chispa juvenil, aquella magia deslumbrante de sus años mozos. Atenazado siempre por la responsabilidad, esquivando el riesgo, temeroso del error que lo devolviera al banquillo, Sergio se había convertido en un jugador opaco, tímido, funcionarial. Laso le devolvió la confianza, lo convirtió en un sexto hombre al estilo de Papaloukas y, en un par de años, el Chacho era nombrado MVP de la Euroliga. El base canario se convirtió en la bandera del equipo, el barbudo icono de un grupo que por momentos evocaba aquel showtime que hizo célebres a los Lakers de los 80.


Porque, si en los primeros dos años en el banquillo blanco Laso había devuelto al madridismo ilusión y títulos, durante la tercera temporada, la 2013/14, la del invierno esplendoroso y la primavera para olvidar, se disparó la euforia. Durante cuatro meses el Real Madrid desplegó un baloncesto maravilloso, ejecutando un juego ágil y vertiginoso que fascinaba al aficionado fiel y llamaba la atención de curiosos atraídos por el run run, de legos que se acercaban con expectación a ver a ese equipo del que todo el mundo hablaba. La apoteosis del lasismo llegó en noviembre, en un partido en el Palacio en el que el Madrid barrió al Anadolu Efes turco, ante el éxtasis de una grada que disfrutaba como nunca. 103-57 fue el resultado de ese inolvidable partido. En aquellos días, el Madrid ganaba partido tras partido con un juego espectacular, superando con asiduidad los 100 puntos, y el Palacio era feliz como nunca. Enganchado a la inercia arrolladora, el equipo ganó la Copa del Rey, con una canasta en el último segundo de Llull. Era todo tan perfecto que a algún pesimista se le encendió la luz de alarma: aquello no podía durar.

Tanta brillantez tuvo un efecto colateral perverso: la victoria en la Final Four pasó de ser una ilusión a una obligación. Aprendida, se suponía, la lección de la derrota contra Olympiakos un año antes, no había más remedio que conquistar Milán para coronar una temporada prodigiosa. La soberbia semifinal contra el Barcelona, al que se barrió de la cancha, aumentó el favoritismo del equipo de Laso. En la otra semifinal, además, el CSKA, sempiterno favorito, había caído ante el Maccabi, la presumible cenicienta del fin de semana, un equipo al que ni siquiera se esperaba en la Final Four. Ahora o nunca, pensamos todos entonces. El momento había llegado.

Pero no. Incapaz de contener a un Tyrese Rice en trance, el Madrid volvió a tropezar en la misma piedra de un año atrás y perdió ante el equipo israelí. Fue una derrota digna, en la prórroga, dando la cara y teniendo opciones hasta el final, pero las pesadas expectativas cayeron en ese instante a plomo sobre la plantilla y el cuerpo técnico. A partir de ese momento, el equipo entró en un estado de melancolía tal que, cuando se presentó en la final de la ACB contra el Barcelona, parecía un espectro, una sombra de aquel grupo que había asombrado a toda Europa unos meses antes. La imagen de Pablo Laso expulsado, abandonando la cancha del Palau en silla de ruedas fue el último acto de una temporada que pudo ser gloriosa y terminó en desastre. Algunos pensaron que ese era el fin. Muchos temimos que lo fuera.

Entonces, los detractores, agazapados durante los meses de vino y rosas, volvieron a emerger. Laso no era un entrenador de grandes partidos, decían. Los grandes entrenadores, los buenos de verdad, siempre le ganaban la partida táctica, decían. Su juego era atractivo pero así no se ganan títulos, decían. Había que fichar a un entrenador ganador, decían.

Es complicado interpretar lo que sucedió en esas semanas que transcurrieron desde la derrota ante el Maccabi hasta la debacle en el playoff contra el Barcelona. Es difícil explicarse cómo el equipo que había pasado por encima del Barça en Milán, la plantilla que había asombrado al mundo durante meses, terminó desangrándose, convertida en una triste caricatura de sí misma. Cuesta comprender cómo los mismos hombres que poco antes parecían jugar de memoria, a una velocidad endiablada, disfrutando y haciendo disfrutar, parecían de pronto almas en pena sobre el parqué. El caso es que el Madrid perdió la Liga ACB y comenzó el verano más largo. El club decidió prescindir de sus dos ayudantes, lo cual se interpretó como un signo de pérdida de confianza con el técnico, incluso como una táctica para forzar su dimisión. Las horas de Laso parecían contadas. ¿Era posible que el equipo que había emocionado al madridismo como quizás no lo hacía nadie desde Brabender y Corbalán hubiera muerto sin más? Eso nos preguntábamos todos mientras el verano transcurría y el club no daba señales de vida.

No ha pasado un año desde aquello y todo parece ahora fruto de un mal sueño: aquellos cuarenta días en los que el Madrid vagó como alma en pena, como si se hubiera dejado el alma en Milán, acribillada por los triples de Rice, y aquellos días estivales en el que todos dimos por hecho que el entrenador blanco para la temporada 2014/15 no se llamaría Pablo Laso. Al final resultó que Laso sí era un entrenador capaz de ganar finales, que sí era capaz de ganarle la partida a entrenadores con mayor caché, que sí era capaz de hacer completamente feliz al madridismo, no solo con contraataques trepidantes y alley oops espectaculares, sino con una Copa de Europa después de veinte años. Al final esta historia sí tenía final feliz, aunque costara tres años encontrarlo.


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