La escena la hemos visto repetida mil veces. Miroslav Djukic coloca cuidadosamente el balón en el punto de penalti y se aleja dando pasitos hacia atrás, sin dejar de mirar la portería. Se detiene a la altura de línea frontal del área. Ahora se toca la nariz, después coloca los brazos en jarra, luego se lleva la mano nerviosamente a la boca. Respira hondo, como queriendo capturar en sus pulmones todo el aire de A Coruña. En su rostro se adivina la tensión, el miedo a fallar, el peso de la responsabilidad. Bajo palos, González, el guardameta valencianista. Djukic comienza la carrera. Uno, dos, tres, cuatro, cinco pasos y el pie derecho golpeando el balón demasiado flojo, demasiado centrado, demasiado inocente, demasiado mal. La siguiente imagen es la de González, sujetada la pelota con su brazo izquierdo y puño derecho al aire. Es el final de un sueño.
Esta historia, este sueño, que culmina con el yerro de Djukic, arranca el 9 de junio de 1991. Aquel día el Deportivo de La Coruña se jugaba en Riazor el ascenso a la Primera División contra el Real Murcia. 18 años penando en categorías inferiores empezaban a ser excesivos para un equipo histórico, fundado en 1906. Era la última jornada de la temporada en la Segunda División y Deportivo y Murcia se jugaban en enfrentamiento directo una plaza de ascenso. Al Murcia le bastaba salir de Riazor con un empate, mientras que los gallegos necesitaban la victoria. Dos goles de Zoran Stodajinovic mandaron al Deportivo a la máxima categoría. En el equipo que formó aquella tarde ya estaban jugadores importantes en los siguientes años, como Albístegui y los hermanos Fran y José Ramón. También un joven central yugoslavo, sobrio, elegante y talentoso, que había llegado al equipo a mitad de temporada. Su nombre, claro, Miroslav Djukic.
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