Sucedió a finales del siglo XIX, aunque allí en las alturas el calendario gregoriano no es algo que se tenga en demasiada consideración. Se entretenía Dios en sus ratos libres contemplando, con escepticismo al principio, con creciente interés después, ese extraño juego que los ingleses habían inventado, en el que unos cuantos hombres, divididos en dos bandos, pegaban patadas a un balón. Le pareció al principio un juego estúpido, tosco y primario, pero poco a poco fue encontrándolo cada vez más atractivo, hasta quedar absolutamente prendado.
Entusiasmado finalmente con el hallazgo, aunque un poco molesto consigo mismo por no haber sido él el inventor de la idea -quizás si no me hubiera sentado a descansar el séptimo día, se reprochaba-, Dios iba contemplando como el fútbol se expandía a lo largo de ese gran globo azul que él había creado mucho tiempo atrás. Así, presenció el nacimiento de los campeonatos nacionales y asistió fascinado a los primeros Mundiales. Andaba ya entonces dándole vueltas a una idea que le empezaba a obsesionar. Un día se levantó y decidió que tenía que cumplir el sueño que le rondaba la mente. La decisión estaba tomada: Dios tendría su propio equipo de fútbol.
Impulsivo e impaciente, decidido a tener un equipo inmediatamente, Dios fichó de una tacada a la plantilla al completo del mejor equipo que había en aquellos tiempos. Así fue como jugadores como Ballarin, Maroso, Valentino Mazzola, Menti, Castigliano y Rigamonti abandonaron el Torino para enrolarse en el equipo celestial. La firma tuvo lugar en Superga el 4 de mayo de 1949.
Dios ya tenía su propia plantilla, pero aún consideraba que esta era demasiado corta, por lo que poco después fijó su mirada en otro de los grandes equipos de la época, el Manchester United, al que arrebató a ocho de sus mejores futbolistas, incluyendo el prometedor Duncan Edwards. Consciente de la decadencia en que había caído el Torino tras el fichaje mútiple, decidió, en un acto de piedad hacia los seguidores del United, no realizar una oferta por su mejor jugador, Bobby Charlton.
Muchos años antes de que los petrodólares aterrizaran en el fútbol, Dios ya realizaba ofertas irrechazables, engordando de esta forma las filas de un conjunto cada vez más poderoso, a costa de debilitar a sus rivales terrenales. Lentamente, sin prisa pero sin pausa, iba reforzando al equipo en posiciones claves. Si consideraba que necesitaba un jugador que aunara carácter y calidad, alguien capaz de jugar pegado a la cal pero también más centrado, fijaba sus ojos en un malagueño de nombre Juanito. Si el equipo necesitaba a un extremo habilidoso, fichaba a ese mago de las piernas torcidas que fue Garrincha. Si precisaba de un jugador con un cañón en su pierna izquierda, Puskas era su hombre. Si aún necesitaba más habilidad, más talento y más desborde, nadie mejor que George Best.
El último jugador en el que Dios fijó su mirada era un brasileño alto y elegante, de porte majestuoso, siempre con la cabeza levantada, barba poblada y melena al viento, rebelde y luchador incansable contra la intolerancia y las injusticias. Dios no podía evitar ver en este espigado jugador brasileño la evocación de su hijo. No había duda de que un futbolista como Sócrates era lo que necesitaba para apuntalar el centro del campo del equipo celestial.
Y así, poco a poco, jugador a jugador, Dios sigue formando el equipo más poderoso que conocieron los tiempos. Cualquier día sonará el teléfono en el despacho de Florentino, Rosell, Agnelli o Moratti. Al otro lado de la línea retumbará la enérgica voz de Dios, retando a los clubs más potentes de la Tierra para un duelo que dilucide cuál es el mejor equipo del más allá y el más acá. La Copa de la Eternidad.
2 comentarios:
Bonito artículo. Te falta Gigi Meroni, muerto en su momento de máximo esplendor.
Brillante. Estás en forma B.B.
Publicar un comentario