A principios de la década de los 90, Johnny Cash no se encontraba precisamente en un momento álgido de su carrera artística. Lejos quedaban los días de vino y rosas, los tiempos de ‘I Walk the line’ y ‘Ring of fire’, de entusiasmar a multitudes desde el escenario y destrozar habitaciones de hotel; lejanas también las gloriosas grabaciones en la prisiones de Folsom y San Quentin. Los ochenta habían sido unos años especialmente estériles. El éxito de sus últimos discos era cada vez más escaso y la industria discográfica se iba olvidando de un cantante al que ya consideraba amortizado. El propio Cash, desencantado y falto de ilusión, empezaba a conformarse con vivir de los éxitos pretéritos.
Así estaban las cosas cuando se produjo el encuentro entre Rubin y Cash. Un encuentro que daría un vuelco a la agonizante carrera del Hombre de negro, propiciando una década de inesperada e inspirada fertilidad. Un encuentro que, en definitiva, es una de las mejores cosas que le han pasado a la música popular en las dos últimas décadas. Todo empezó en 1992, después de que el productor Rick Rubin acudiera a un concierto del entonces decadente Cash. Aunque la música del cantante estaba en las antípodas del estilo con que Rubin solía trabajar, éste le propuso a aquél trabajar juntos. Cash, algo renuente al principio, finalmente aceptó.
La reunión entre una vieja gloria del country en horas bajas y un barbudo y afamado productor de rock duro, metal y hip hop no podía provocar a priori sino un enorme escepticismo, si bien éste quedaba completamente diluido a la primera escucha del maravilloso ‘American Recordings’ (1994), primera colaboración entre ambos. Rubin dota al disco de una producción espartana: el hombre, su guitarra y su portentosa voz. Nada más. Y nada menos. En la resurrección artística de Cash conviven temas nuevos con su firma -‘Drive on’ o ‘Redemption’-, relecturas de clásicos cantados por él décadas atrás -‘Delia’s gone', ‘Oh, bury me not’- y apropiaciones de canciones ajenas, algunas esperables -'Bird on a wire', de Leonard Cohen o 'Why me Lord?', de Kris Kristofferson-, otras no tanto -excelente recreación de ‘The beast in me’, de Nick Lowe- y alguna impensable -‘Thirteen’, de Danzig-. 'Down There by the Train' fue compuesta por Tom Watis expresamente para el disco. Las versiones eran sugeridas por el productor y Cash seleccionaba las que más le transmitían.
El resultado de tal amalgama de material no es, como podía preverse, un disco disperso e irregular. Cash y Rubin logran que 'American Recordings' resulte coherente y cohesionado, sin fisuras ni altibajos. Se trata de un disco soberbio, austero pero cálido, que se escucha con el aliento contenido y que, a diferencia de sus discos precedentes, desprende verdad y sentimiento. Un trabajo donde aparece destilado lo mejor de Cash y donde destaca por encima de todo su profunda y cavernosa voz. Si no hubiera tenido continuación, ‘American Recordings’ hubiera quedado como una obra singular en la trayectoria de Jonnhy Cash. Con todo lo que vino después, es sólo el primer capítulo de la historia de la segunda época dorada del cantante de negro.
Y lo que vino después fue, para empezar, ‘Unchained’ (1995), un álbum de similares coordenadas al anterior, aunque de sonido algo menos crudo y con una instrumentación más rica por mor de la aparición de Tom Petty y sus Heartbreakers, que acompañan a Cash durante la grabación, aparcando por momentos la sobrecogedora sobriedad de ‘American Recordings’. Aquí pierden peso las canciones propias (destacan las relecturas de ‘Country boy’ y ‘Mean eyed cat’) a favor de las versiones, cada vez más heterodoxas, con covers de Soundgarden ('Rusty Cage') y Beck ('Rowboat') como sorpresas más destacables. Junto a ellas, versiones más adaptables al repertorio de Cash: ‘Southern Accents’, del colega Petty; ‘Spiritual’, de Spain, cuya espiritualidad casa muy bien con el universo Cash de los últimos años y ‘Memories are made of this’, grabada en su día por Dean Martin.
Continuará...
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