miércoles, 31 de octubre de 2012

El penalti

Apenas había pegado ojo en toda la noche. Entre el sofocante calor y los nervios, las horas se le habían ido escurriendo hasta que la tenue claridad que entraba por las rendijas de la persiana lo persuadió de que era mejor abandonar la idea de dormir. Aquella tarde iba a jugar el partido más importante de su vida. En realidad ni siquiera estaba seguro de que fuera a jugar. Probablemente saldría en el segundo tiempo, actuando acaso de revulsivo, como había sucedido en los dos últimos encuentros. En cualquier caso, titular o suplente, no era un asunto para andar relajado. No entendía cómo su compañero de habitación podía dormir a pierna suelta. Seguramente no se les fuera a presentar otra ocasión como aquella. Mejor no pensar demasiado en ello.

Las horas caían lenta, pesadamente y él, cuando el autobús emprendía la marcha camino del estadio, deseaba estar ya sobre el césped, sentir el calor de la hinchada, el olor a hierba y sudor. O mejor aún, deseaba haber terminado el partido, con todos los compañeros abrazándose, abrazándolo, porque, para eso es su visión, era él quien había marcado el gol definitivo justo al borde del final del partido. Al salir de su ensimismamiento el autobús llegaba ya al estadio.

Empezó el partido, como intuía, en el banquillo. Con el pitido inicial, la ligera presión instalada durante todo el día en la boca del estómago se había convertido ya en un nudo atenazante. Qué mal lo pasaba en el banquillo; mil veces preferiría estar allá en el césped, donde sus compañeros, empujados por el entusiasta y bullicioso público favorable, comenzaban imprimiendo un ritmo vivo, acorralando al rival, encerrándolo en su área. Pero el gol no llegaba y, poco a poco, el empuje inicial fue cediendo. Pasada la media hora, un balón colgado, un despiste defensivo y un cabezazo. Gol. En contra. Tocaba remontar. Tampoco era la primera vez.

Mediado el segundo tiempo, el Mister lo llamó, le pidió que se despojara del chándal y le dio unas breves instrucciones. Había llegado su hora. Al pisar el césped, al moverse buscando con su menudo cuerpo el hueco improbable entre los fornidos centrales contrarios, el nudo en el estómago desapareció. Los minutos pasaban, el equipo empujaba, con más garra que cabeza, pero se estrellaba una y otra vez con la soberbia presencia del rubio guardameta rival, ese mismo que era duda antes del partido por una torcedura de tobillo. A cinco minutos del final, un zurdazo desde fuera del área de su compañero Juan se estrelló violentamente contra las mallas. Todos corrieron a abrazarse, alborozados. El público estalló, sus compañeros saltaron del banquillo. El marcador volvía a estar igualado. Alegría. Alivio. El objetivo, ahora sí, tan cerca.

La prórroga se convirtió en un manojo de nervios, cansancio y miedo. Las botas pesaban y la responsabilidad también. Nadie quería perder y así se extinguieron los 30 minutos, sin goles. Tensión, angustia, caras desencajadas por el cansancio y la ansiedad. Observó entonces que el míster se dirigía hacia él. Sabía perfectamente lo que le iba a preguntar y sabía también que la única respuesta válida era un sí. Claro que estaba preparado para lanzar el penalti. Le correspondía lanzar en segundo lugar.

Nervioso, intentando concentrarse y abstraerse del mundo, aguardó mientras se producían los dos primeros lanzamientos. 1-1. Era su turno. El momento más importante de su carrera. Colocó el balón mientras el portero se hacía el remolón, tomándose su tiempo, intentando sin duda ponerle nervioso. Escuchaba su corazón bombear a un ritmo endiablado. Las sienes le palpitaban. Levantó la mirada, intentado evitar la mirada del gigante que aguardaba bajo la diminuta portería. Dio tres pasos, golpeó la pelota con su pierna derecha y...

Tranquilo, no pasa nada, se dijo para sus adentros. Alguno de ellos fallará, seguro, le susurró algún compañero, o quizás se tratara de una voz dentro de su cabeza, quién sabe. Y con esa ilusión, mirando sin querer mirar, con tanta esperanza como miedo, presenció el resto de la tanda. Todos los jugadores iban convirtiendo sus lanzamientos, uno tras otro, hasta llegar al último. En cuclillas, con los brazos sujetando su cabeza y la mirada fija en el césped, sin querer presenciar el desenlace, rezaba porque aquel esbelto delantero rubio mandara el chut a las nubes. Escuchó voces lejanas de alborozo y, cuando levantó la vista, vio una nube alborozada de camisetas rojas celebrando la victoria.

En ese momento, Eloy se echó las manos a la cara, consciente de que ese penalti errado le perseguiría durante el resto de su vida.

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[Como si de un mal telefilme de Antena 3 se tratara, esta historia es una invención inspirada en hechos reales.]

2 comentarios:

Genko dijo...

Desde que empató su compañero Juan, sabía que el lanzador se llamaba Eloy :) #goldeSeñor

Raul dijo...

Muy buen relato!

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