Fueron aquellos unos Juegos Olímpicos atípicos, pues no se disputaron durante julio o agosto, sino en la segunda quincena de septiembre. Seúl quedaba muy lejos y la diferencia horaria obligaba a trasnochar o madrugar si uno quería ver en directo sus competiciones favoritas. Ni que decir tiene que eso cuando eres un niño en edad escolar es una gran putada. Pero seguro que aquella mañana fueron muchos los niños que se levantaron a las 7 de la mañana para, antes de acudir a clase, ver a Epi, Solozábal, Montero, Biriukov, Villacampa, Jiménez y compañía jugar contra Australia. Se trataba del partido de cuartos de final de los Juegos de Seúl y la selección española se encontraba a un paso de luchar por las medallas. Esos niños que apenas albergaban recuerdos de la medalla de plata conseguida en Los Ángeles cuatro años antes no estaban dispuestos a perder esta vez la oportunidad histórica. Seguro que el madrugón valdría la pena.
La primera fase de la selección se podía considerar un éxito. El equipo se plantaba en el crucial partido de cuartos en una inmejorable disposición después de una trayectoria de menos a más. El debut ante Estados Unidos -que tenía en sus filas a prometedores universitarios que luego harían carrera con éxito en la NBA, como David Robinson, Mitch Richmond, Hersey Hawkins, Danny Manning o Dan Majerle- fue desastroso (53-97), aunque la derrota estaba dentro de los previsto. Las dos victorias posteriores contra las débiles selecciones de Egipto y China -aún estaba por llegar la humillación sufrida a manos de los asiáticos en el Mundial 94- ejercieron de bálsamo curativo y de inyección de moral para enfrentar los decisivos choques ante Canadá y Brasil. Dos victorias significarían el segundo puesto del grupo, tras Estados Unidos, y asegurar así un cruce de cuartos asequible, evitando a Unión Soviética y Yugoslavia, las dos potencias europeas.