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Walter Berry |
A caballo entre los ochenta y los noventa, el baloncesto aún era un deporte de moda, aprovechando los últimos rescoldos del ardor ochentero que, impulsado por los éxitos de la selección española, había llegado a convertir los triples y los tiros libres en seria alternativa a los penaltis y los córners. Eran tiempos de proliferación de canastas en patios de colegio y de carruseles baloncestísticos radiofónicos los sábados por la tarde. Los niños soñaban con emular los triples de
Epi y los contraataques de
Iturriaga tanto como los goles de
Butragueño.
Jesús Gil y Gil había llegado en 1987 a la presidencia del Atlético de Madrid, con Paolo
Futre bajo el brazo, y en un par de años destituyendo y contratando a entrenadores como si no hubiera un mañana no habían brotado los frutos deseados en forma de títulos. Fue entonces cuando se encaprichó del nuevo juguete de moda. Aunque los conocimientos de Gil sobre baloncesto no iban más allá de saber que había que meter una pelota por un aro, el presidente rojiblanco decidió que su club tendría una sección de baloncesto.
Construir un equipo desde abajo, ascendiendo categoría a categoría, año a año, con paciencia y tesón, no era una opción para el impaciente Gil. El primer intento, en 1989, fue comprar la plaza del CB Oviedo, que jugaba en Primera División, la segunda categoría del basket español. El objetivo era conseguir cuanto antes el ascenso a la Liga ACB, pero aquel equipo, entrenado por
Mateo Quiros y comandado por el americano
Terence Rayford y el veterano
Quino Salvo, se estrelló estrepitosamente y descendió a Segunda División, tras caer en el playoff ante el Lagisa Gijón.