Todo empezó en Viena, una noche de verano de hace ya cuatro años. Aquel polvo salvaje, apasionado y apresurado nos supo a gloria después de largo tiempo de abstinencia. Necesitábamos ese alivio, esa descarga de tensión acumulada tras tantos intentos fallidos, tras tanta negativa, tras tanto maldito gatillazo. Nos pilló por sorpresa, para qué engañarnos. Habíamos tenido nuestras diferencias y no confiábamos en que nuestros flirteos fueran a tener un final feliz. Pero así fue y, lo que es mejor, no se trató de un fugaz aquí te pillo y aquí te mato, sino que fue el principio de una relación fructífera y plena, de un idilio que se alarga ya durante cuatro años.
Lo de Johannesburgo fue diferente. La urgencia ya no era tanta y aprendimos a disfrutar de otra manera. No era ya cuestión de satisfacer una necesidad acumulada, sino de recrearse en cada movimiento, de gozar lenta, pausadamente. Johannesburgo fue el mejor orgasmo de nuestra vida, el culmen del placer, la cumbre (ahora lo sabemos) irrepetible. Nunca vamos a sentir nada igual y eso, en cierto modo, nos desazona.
Y en estas llegó Kiev. La pasión irrefrenable hace tiempo que ha remitido. El sexo salvaje e intenso de otros tiempos ha sido sustituido por paseos de la mano por idílicas ciudades y por lluviosas tardes de domingo de manta y película. Y aunque a menudo no podemos evitar echar de menos lo otro, también disfrutamos enormemente de esto. La felicidad radiante de Viena y Johannesburgo ha dado paso a un bienestar tranquilo y reposado. Aun con nuestras carencias, somos felices, más de lo que jamás hubiéramos soñado. La madurez era esto, imaginamos.
Lo peor es que somos conscientes de que esto se acabará, porque nada dura para siempre, porque las etapas que vamos quemando nos conducen inevitablemente a ese final. Y nos da un miedo terrible. Es posible que dentro de un tiempo recordemos lo del domingo en Kiev como se recuerda ese último momento de felicidad antes de que todo, sin saber muy bien cómo ni por qué, empezara a irse a la mierda. Entonces nos tendremos que volver a conformar con aventuras aisladas, nos resignaremos a las Maltas y los Querétaros, a los Alfonsos, los Señores y los Macedas, rollos efímeros sin continuidad posible, sexo placentero pero totalmente insatisfactorio a largo plazo.
Entonces, sólo entonces, echaremos la vista atrás y recordaremos estos momentos que vivimos ahora, esbozaremos una sonrisa cínica y nostálgica y pensaremos en Humphrey Bogart para no sentirnos tan vacíos. Nuestro París será Kiev. Y Johannesburgo. Y Viena.
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