Tengo un amigo que nació el mismo día que Alemania y Holanda disputaban la final del Mundial de 1974. Estaba todo listo para el espectáculo en el Olímpico de Múnich cuando, según cuenta él, su madre rompió aguas. Al ingresar en la clínica, el médico, ante la amenaza de perderse el partido, hizo todo lo médicamente posible por acelerar el parto. Felizmente, todo salió bien y, cuando Neeskens marcó de penalti en el minuto dos, mi amigo estaba ya en este mundo y el doctor delante de la tele.
Contada hoy puede sorprender la conducta de aquel médico, pero resulta comprensible: nadie quiere perderse una gran final. Sobre todo si la juega tu equipo y tú formas parte de la convocatoria, como era el caso de Vladimir Smicer en la Eurocopa de 1996, disputada en Inglaterra. El futbolista checo estuvo a punto de no jugar el desenlace del campeonato por culpa de uno de esos compromisos a los que uno está obligado a asistir por más que le incomode: su propia boda (Columna completa en El País).
Contada hoy puede sorprender la conducta de aquel médico, pero resulta comprensible: nadie quiere perderse una gran final. Sobre todo si la juega tu equipo y tú formas parte de la convocatoria, como era el caso de Vladimir Smicer en la Eurocopa de 1996, disputada en Inglaterra. El futbolista checo estuvo a punto de no jugar el desenlace del campeonato por culpa de uno de esos compromisos a los que uno está obligado a asistir por más que le incomode: su propia boda (Columna completa en El País).