lunes, 9 de abril de 2012
Discos para una isla desierta: Échate un cantecito (Kiko Veneno)
Kiko Veneno ya había publicado en 1977 un disco único e imprescindible. Bajo el título de 'Veneno', un catalán que se había enamorado en Estados Unidos de Dylan y Zappa (Kiko) y dos gitanos flamencos del polígono de las 3.000 viviendas de Sevilla (los hermanos Rafael y Raimundo Amador) habían parido una bella, disparatada y estimulante anomalía, un trabajo ignorado en su día y reivindicado años después como la obra maestra que es. El disco de la censurada piedra de hachís en la portada era demasiado raro, iconoclasta y rompedor para los flamencos ortodoxos, pero tampoco los rockeros lo aceptaron a la primera. Una cosa era el rock andaluz de Smash, Triana y Lole y Manuel y otra la extravagancia que se habían sacado de la manga estos tres chalados. Rock con guitarras de palo y flamenco con guitarras eléctricas. Inspiración y locura. A raudales.
Veneno (el grupo) saltó por los aires a los seis meses de la publicación del disco, un poco por la escasa atención y otro poco porque no podía ser de otra manera, porque tres genios en ebullición, dispersos y volátiles, eran demasiado para aquella olla a presión. Los Amador montaron Pata Negra y, con su sabia e inédita mezcla de flamenco, rock y blues, fundaron sin quererlo, junto a unos jóvenes y aún creíbles Ketama, aquello que se dio en llamar Nuevo Flamenco, sin ser conscientes de las barbaridades que bajo tal etiqueta se perpetrarían años después. Kiko (José María López Sanfeliu según su DNI), por su parte, publicó varios discos irregulares, alternando cal y arena, buscando la inspiración esquiva, el duende escurridizo. Entre tanto, ayudó a cimentar el personaje de Martirio y compuso un inmortal hit para Camarón: 'Volando voy'. Cuando Raimundo, harto de su hermano, abandonó Pata Negra en 1989, se unió a Kiko para intentar recuperar el espíritu del 77. El resultado fue 'El pueblo guapeao' (1989), un disco opaco con algún hallazgo menor, a años luz de lo que juntos habían logrado años antes. Más de una década después de aquel fulgor, Kiko parecía definitivamente perdido en un impotente quiero y no puedo, condenado a ser un eterno outsider, uno de esos artistas empeñados en no demostrar el caudal de creatividad que se les supone. Fue entonces cuando se cruzó en su camino Santiago Auserón.
Kiko y Santiago se conocían de la época de la Movida -ambos aparecieron en el inolvidable programa La Bola de Cristal- y se volvieron a encontrar en el cambio de década, cuando Auserón estaba finiquitando Radio Futura y Veneno no sabía qué hacer con su talento enquistado. Auserón vio un enorme potencial en las canciones que Kiko le enseñó y le animó y aconsejó, sugiriéndole que grabara con Joe Dworniak, que había sido productor de Radio Futura. Alguien completamente ajeno a los cánones flamencos en los que Kiko se solía mover. A pesar de ello, aceptó la recomendación de Auserón en lo que se terminaría revelando como una decisión acertada y crucial.
Con el disco ya en la calle, Auserón y Veneno emprendieron una gira por toda España bajo el nombre de 'Kiko Veneno y Juan Perro vienen dando el cante'. En ella el ex Radio Futura insinuaba lo que sería su posterior carrera en solitario, mientras que Kiko se centraba en su recién estrenado trabajo. Al calor de la fama del mayor de los Auserón, las canciones de 'Échate un cantecito' empezaron a ser conocidas por el público. La leyenda se estaba fraguando. A partir de la gira y gracias al boca a boca, el disco de Kiko, pese de la escasa promoción por parte de la compañía, fue creciendo y creciendo hasta hacerse un hueco preferente en el imaginario de la música popular española.
'Échate un cantecito' (1993) está lejos de la disparatada y experimental libertad de 'Veneno'. Si pensamos que los discos (y, por extensión, cualquier manifestación artística) reflejan el estado de ánimo de sus creadores, hemos de suponer que el Kiko exhuberante y excesivo de 1977 se ha asentado y ha encontrado una cierta tranquilidad en 1993. Aquí no hay desvaríos ni audaces improvisaciones, sólo canciones. Maravillosas canciones, que no es poco, a las que Dworniak sabe dotar de un sonido limpio y luminoso.
El espíritu surrealista que impregnaba 'Veneno' aparece aquí tan sólo en ligeras pinceladas (en 'Salta la rana' es quizás donde más se manifiesta), transformado en una extraña cotidianidad donde caben encuentros inesperados con antiguos amores, evocadoras manchas en la sábana, añorados pelos en la ducha, incendios interiores y papel albal capaz de conseguir que el cielo que se ilumine. Pero 'Échate un cantecito' es también -y sobre todo- un disco de personajes. De personajes tiernos y peculiares. Por ahí andan el melancólico Lobo López, el mensajero que porta una enigmática carta sin nombre, ese Joselito entre patético y entrañable que sólo busca un sitio donde le dejen cantar, el tipo del Mercedes blanco (de lunares el pañuelo) y todo el tropel que se pasea por 'Superhéroes de barrio'.
Entre los surcos de un trabajo sin fisuras destacan tres perlas estratégicamente distribuidas. Abriendo el álbum, la historia del Lobo López, el lobo bueno que se reencuentra accidentalmente con su amada y es incapaz de confesarle cuánto la echa de menos ("por no hablar a tiempo estaba sufriendo, su amor se le iba"). Ya metidos en harina, a la altura de la tercera pista, aparece 'Echo de menos', la canción de amor-desamor definitiva, la que contiene las metáforas más simples y certeras (ese muro de metacrilato, esas telarañas por las costuras) y la que refleja de manera brillante en unas pocas palabras lo puñetera y voluble que es la naturaleza del amor y, en definitiva, del ser humano: "Lo mismo te echo de menos, lo mismo que antes te echaba de más".
Para el final queda reservada 'En un Mercedes blanco', la rumba salvaje que arranca con un Mercedes blanco llegando a la feria del ganado y acaba destrozando cintas de hierro y cromo al bailar como tú sabes. El apoteósico y genial epílogo a un disco complejamente sencillo, hermoso y vital.
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